miércoles, 7 de julio de 2010

ULTRAMAR



Las fronteras naturales son como las barreras del corazón, si uno quiere traspasarlas debe abandonar el alma y el pensamiento, dejarse llevar embriagado por los efluvios de un instinto arcaico que nos hace porfiar de manera constante con nuestro cruel destino.

Hasta mi ventana llega el sonido del mar, el remecer de sus aguas depositadas con puntual monotonía en su orilla. Mi ventana permanece cerrada pero me inunda el aroma, mezcla de iodo, sal y arena mojada que produce el romper de las olas en la playa. Por mi ventana sólo penetra el sol a estas horas de la mañana, pero una suave brisa hace que mi cuerpo se extremezca como si estuviese siendo acariciado por unas manos ardientes que recorren mi anatomía sin prisa y sin pudor, sabiendo que cada nueva caricia en la piel supone otro momento de íntimo placer distinto al anterior pero tan placentero como el siguiente.

Mi ventana debería estar al otro lado del mar, en un lugar a donde llegasen las olas perdidas, esas que no conocen su destino final, allí mi ventana estaría siempre abierta, de día y de noche, recibiendo las corrientes y las mareas, dejando que estas mojen mis tobillos y que mis pies descalzos se hundan en la húmeda arena a cada nueva llegada. Sería una continua celebración, un constante ritual de bienvenida, sin guirnaldas, ni fuegos, ni bailes sagrados, ni ofrendas al sol, ni a la virgen de los mares, únicamente mi cuerpo desnudo y los brazos en cruz extendidos frente a la inmensidad de mi mar. Un mar que me rompe por su ausencia desde mi ventana tierra adentro a cientos de kilómetros ultramar.


3 comentarios:

  1. Un texto lleno de poesía y caricias que hacen que quien te lee, se sienta mecido por esas olas que desconocen su destino.
    Un abrazo

    ResponderEliminar