lunes, 28 de noviembre de 2011

ATRAPADO EN LA ZONA VIP


Entre luces de colores, licores de dudosa procedencia y melodías obscenas y crueles creadas a base de bisturís y martillos percutores se encontraba la zona vip. La gente da rienda suelta a sus vicios en la zona vip, ellas vestidas con escuetos vestidos brillantes como las burbujas del champán, se pasean, beben y bailan con desenfreno en la zona vip, contonean sus cuerpos de mimbre mientras los hombres, sentados en las mesas reservadas, llenan una y otra vez sus copas de diseño y miran a sus chicas con la certeza de que el resto de los mortales que hacen lo mismo en la zona no vip nunca podrán poseerlas. La zona vip es como un coto de caza reservado, los hombres vip se relacionan con las mujeres vip, las esperan es sus butacas de cuero blanco a que acaben su danza ritual. Los hombres no bailan en la zona vip, en ese espacio todo está ganado de antemano, no se necesitan alardes para la conquista, el mero hecho de encontrarte en la zona vip ya es suficiente reclamo, simplemente se levantan de vez en cuando para ser vistos desde el más allá donde se roza el resto de la muchedumbre que abarrota el local o para acudir al baño vip donde se realizan todo tipo de necesidades del cuerpo y el alma. La zona vip es un viaje sin retorno, si sales de ella corres el riesgo de que te confundan con alguien a quien te pareces, fuera de la zona vip el camarero no te trata de usted, te pisan, te empujan y se mezclan en el éter fragancias baratas que se entremezclan con el sudor de los cuerpos que no cesan de bailar en movimientos absurdos y ridículos, tu smartphone puede que no tenga 3G y alguien puede derramar su copa en tu americana. Es mejor no abandonar la zona vip, aunque uno no sepa muy bien lo que hace ahí dentro, aunque tengas la certeza de que estarías mejor apoyando tu brazo en la barra pegajosa y sucia de cualquier taberna ruinosa en la que no te deslumbren sus focos multicolor, en la que la música no te machacase los sentidos y nadie te tuviera que decir puede usted pasar, don nadie.


martes, 15 de noviembre de 2011

EL HOMBRE QUE ARRANCÓ UNA OVACIÓN


El hombre que arrancó una ovación, salió de su casa pensando que esa noche iba a ser uno más de los espectadores que llenarían el teatro.
El hombre que arrancó una ovación, cogió el libreto de la ópera y ocupó sin ayuda del amable acomodador su localidad en el primer anfiteatro.
El hombre que arrancó una ovación, apagó su teléfono móvil minutos antes de empezar la función.
El hombre que arrancó una ovación, aplaudió con furza cuando por fin se alzó el telón para que diese comienzo el primer acto de la ópera.
El hombre que arrancó una ovación, siguió con entusiasmo la trama que transcurría entre arias, dúos, tríos y coros sacerdotales.
El hombre que arrancó una ovación, despidió con entusiasmo al reparto al finalizar el primer acto que daba paso a un descanso de quince minutos antes del comienzo del siguiente.

Al abrirse el telón para el comienzo del segundo acto, el público asistente parecía que no tenía demasiadas ganas de aplaudir y estaba a puntito de salir a escena Sarastro y los sacerdotes cuando el hombre que arrancó una ovación comenzó casi imperceptiblemente a batir sus palmas sordas al estilo del compás flamenco hasta que alguien a su lado le secundó en sus intenciones y así por el efecto dominó el teatro entero acabó dando una ovación, que no fue de gala pero, seguro que merecida.

El hombre que arrancó una ovación, se sentía orgulloso en su butaca y lo que al principio eran palmas sordas, al verse secundado por la multitud se convirtieron en sonoros y rotundos palmeos.
El hombre que arrancó una ovación se rompió las manos cuando La Reina de la noche interpreta la famosa y complicada aria en la que ordena a su hija Pamina matar con un puñal a Sarastro.
El hombre que arrancó una ovación, ya no tuvo que arrancar más ovaciones en toda la noche, porque al finalizar la función el público al unísono obsequió con una cerrada ovación al reparto entero.
El hombre que arrancó una ovación, volvió feliz y satisfecho a su hogar porque esa noche él también interpretó de alguna manera la Flauta Mágica.

martes, 8 de noviembre de 2011

LOS INDECISOS

Los indecisos, caminan por la vida con prudencia, no saben qué dirección coger al llegar a un cruce de caminos. Su vida transcurre entre referendums personales, el café solo o con leche, el traje gris marengo o el azul marino, bajo a la calle en ascensor o por las escaleras y lo que más quebraderos de cabeza les da a la hora de abandonar el hogar, coger el paraguas o no.

Los indecisos malgastan su valioso tiempo en resolver guerrillas internas, si juntásemos todo el tiempo que emplean los indecisos en tomar sus decisiones, comprobaríamos como los indecisos, de media, desaprovechan varios años enteros de su vida debatiendo consigo mismos, si a esto añadimos el desgaste físico y mental del estrés que supone ese continuo come come interior de navegar siempre entre dos aguas y no saber hacia que orilla nadar, llegaremos a la conclusión de que la esperanza de vida del indeciso tiende a ser más corta que la del decidido, aunque estos datos creo que no son demasiado fiables ya que debido a mi experiencia personal puedo afirmar que para llegar a ser decidido uno tiene que ser capaz de chocar muchas veces contra el mismo muro, pero bueno con decisión y coraje se puede lograr tirarlo.

Ayer sin ir más lejos me encontré por la calle con un indeciso. Estuvimos hablando de nuestras cosas y le propuse entrar a un bar a tomar un vino. -A cual vamos. Me dijo. -Al que tú quieras. Le contesté. Comenzó a caminar, yo pensé que entraríamos en uno de los dos que teníamos en esa misma calle y que nos quedaban a mano, pero el indeciso pasó de largo y mientras andábamos me iba contando que había un par de bares por la zona que servían buenos caldos. Una vez llegó al sitio en cuestión se quedó unos segundos dubitativo hasta que se decidió y me dijo: - vamos a entrar a este a ver si te gusta. La verdad que el local en cuestión era acogedor, decorado en madera con el suelo de tarima vieja restaurado, estanterías llenas de libros antiguos, las paredes decoradas con fotos históricas de diversos temas, fútbol, jazz, boxeo, flamenco, toros... La barra era una delicia, con sus apetecibles pinchos de increíble elaboración y sus vitrinas perfectamente alineadas y repletas de los vinos de las mejores marcas y añadas posibles. - Está bien esto. Le dije al indeciso. - Si, lo he descubierto hace poco. Me respondió.
Pronto se acercó el camarero a preguntarnos lo que deseábamos tomar. -Dos vinos, me apresuré a decir. -¿Crianza? preguntó este. Y mi amigo el indeciso intervino: -¿Qué tienes?
El camarero le dio varios nombres y para finalizar le recomendó un Alcantelle del 94 excelente y a muy buen precio. Mi amigo el indeciso me miró, me encogí de hombros y se volvió hacia el camareo para decirle: -Pues ése va a ser. ¡Cómo estaba el vino!

lunes, 7 de noviembre de 2011

LAS SEÑALES


Quizás las señales no fuesen lo suficientemente claras para mi capacidad de interpretación, pero debo admitir que yo las veía o al menos las creía ver. Veía volar sobre mi cabeza aves rapaces, las veía perseguir sus presas en vuelos fraticidas y las veía planear por valles y montañas en busca de cobijo migratorio. Quizás esas no fuesen las señales, pero yo me imaginaba que aquellos seres me querían decir algo, que aquellos arabescos imaginarios que dibujaban en el cielo formaban parte de un mensaje secreto, de un pentagrama oculto que yo debía descifrar.

Es difícil empezar de nuevo a los cuarenta. A esa edad, uno ya debería de haber cogido suficiente altura como para ser capaz de posarse en tierra sin necesidad de batir sus alas y no volver a caer en las redes traidoras que te deja el destino. Yo debería ver las señales, pero no las veo y me vuelvo a enredar una y otra vez en un bucle maldito que me hace regresar al mismo punto de partida.

Quizás las señales no viniesen del cielo y el equivocado era yo, todo el día mirando hacia las alturas cuando el problema se encontraba a ras de suelo, siempre con pájaros subversivos sobre el pensamiento mientras los ojos y la voluntad permanecían tapados por la venda de la sumisión total.

Quizás la señal era yo encerrado en una jaula sin rejas, posado en mi balancín de hojalata, viendo venir la vida y viendo a la vez como se va con su movimiento pendular. La señal era unas alas atrofiadas de no utilizarlas. La señal era un pozal de alpiste y otro de agua nunca llenos pero tampoco vacíos. La señal era una garganta sin trinos, por miedo a molestar. La señal era una pluma caída en el tiempo. La señal era la inmensidad, la señal era las barreras invisibles que cada uno somos capaces de ponernos, la señal era la cantidad de errores que tenemos que cometer en nuestra vida hasta darnos cuenta de que el camino no es el correcto. La señal era volar, cuanto más alto mejor y no permanecer preso en una jaula de oro. La señal era que si uno no es capaz de salir de la jaula alguien lo hará en tu lugar. La señal la acabo de comprender y aunque ha sido duro llegar hasta este punto, doy por bueno el sufrimiento si por fin soy capaz de asimilar las señales y salir de esa jaula imaginaria y volar, volar alto y al fin poder planear por la vida y dibujar arabescos con mis alas y escribir mensajes ocultos para que alguien al mirar hacia el cielo, se dé cuenta, que para encontrar la solución hay que mirar única y exclusivamente hacia adentro de uno mismo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

REALIDAD DISTORSIONADA


La realidad, en ocasiones se contempla y se aprecia mejor cuando se distorsiona, cuando aparecen elementos externos que hacen que lo que nuestros sentidos perciben no tenga nada que ver con la cruda realidad. La cruda realidad la vemos todos los días y a todas horas, la vemos pasar al ir al trabajo, al pasear, al ver las noticias, todos los días, a todas horas, siempre lo mismo, la cruda realidad convive con nuestro ser, con nuestra familia, con nuestros amigos y pasa y pasa y sigue pasando, todos los días y a todas horas, por eso la cruda realidad forma parte de nuestro universo sensorial, de nuestra rutina diaria. Las imágenes son las mismas en nuestras retinas, las melodías se repiten uniformes en nuestro cerebro, los sabores se vuelven imperceptibles para nuestro paladar, los abrazos resbalan por la piel intacta de sentimientos, las fragancias se hacen invisibles a nuestro olfato y la belleza de todo aquello que nos rodea se convierte en parte del decorado por el que transitamos metódicamente todos los días y a todas horas.

La realidad distorsionada puede empezar en una discusión, en un desengaño, en una ruptura, en un cerrar los ojos para ver, un olvidar lo aprendido para aprender de nuevo a contemplar la luminosa oscuridad que a veces nos rodea sin que nosotros seamos capaces de percibirlo. Con la vida sin luz, sin sonidos exteriores, despiertos pero soñando, soñando una realidad que existe a tan solo unos milímetros de nuestros poros y que apenas somos capaces de palparla cada día y a cada hora. Con los ojos cerrados y la vida abierta de par en par, como en una eterna y delirante jam-sesion, improvisando cada día y a cada hora como si cada momento vivido representase una nueva melodía y cada uno de nosotros interpretase la suya atravesando el cable de un funambulista, sintiendo el miedo a caer, pero convencidos de que es màs bello el momento que la eternidad.

Por eso la realidad distorsionada nos aterra, por eso nos refugiamos en la comodidad de ver pasar la vida desde nuestra mullida atalaya, de no arriesgar lo mucho o lo poco que tenemos, de conformarnos con ir todos los días al trabajo, con la que está cayendo, con contemplar los mismos paisajes, con recibir los mismos abrazos o con escuchar una misma melodía cada año, cada día y a cada hora.

Hoy toca distorsionarse, yo con Wiski , tú con Ron, a la mierda el Vozka. Hoy toca sentir los abrazos hasta que se erice el vello, apreciar el aroma de una vida que nos envuelve en sus almizclares, convertir las angustias en alivios y las fatigas en poder. Hoy toca coger el rebaño o coger los instrumentos y echarnos a la calle a interpretar las melodías distorsionadas que brotan de lo profundo del alma, que bajan del cielo al infierno y que se convierten, ya en la tierra, en infinitos standars de una jam-sesion eterna y delirante en la que todos somos una verdadera realidad distorsionada.

domingo, 23 de octubre de 2011

COMO LA CIGARRA


Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí
resucitando.
Gracias doy a la desgracia
y a la mano con puñal,
porque me mató tan mal
y seguí cantando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra
igual que el superviviente
que vuelve de la guerra.

Tantas veces me borraron
tantas desaparecí
a mi propio entierro fuí
solo y llorando.
Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la única vez
y seguí llorando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra
igual que el superviviente
que vuelve de la guerra.

Tantas veces te mataron
tantas resucitarás,
cuantas noches pasarás
desesperando.
Y a la hora del naufragio
y a la de la oscuridad
alguien te rescatará
para ir cantando.

Cantando como la cigarra
después de un año bajo la tierra
igual que el superviviente
que vuelve de la guerra.

Letra: María Elena Walsh

sábado, 15 de octubre de 2011

LAURA VITAL: UNA VOZ QUE ENAMORA


Laura Vital canta flamenco, Laura Vital siente el flamenco, Laura Vital envuelve el flamenco con su voz varada entre dos orillas. Una orilla en Sanlucar y la otra en el infinito de su cante. Ayer en una actuación mágica en el espacio Lagares de Logroño en el ciclo Flamenkanet, Laura Vital acompañada a la guitarra por Eduardo Rebollar, recorrió orillas, cauces y océanos de arte, compás y sabor. Nos paseó por la morería en unos tangos arrebatadores, descendió hasta lo más profundo de su sentimiento de mujer en la malagueña, con los puños apretados, como si su corazón herido se encontrase cautivo entre ellos, fuimos pasajeros de un viaje de ida y vuelta por unas preciosas güajiras templadas a fuego lento, nos formó un nudo en la garganta con unos fandangos sin gritar, porque como rezaba una de sus letras. " pa cantar un buen fandango, no es necesario gritar", si el fandango es sentimiento, Laura Vital se lo dejó ayer todito en Logroño. Terminó el recital por bulerías, pero qué bulerías, otro viaje entre dos aguas, las del Atlántico desde la Bahía de Cádiz hasta Sanlúcar y las del Guadalquivir desde Bajo de Guía a Triana y todo acompañado con el toque celestial de Eduardo Rebollar, que más que acompañar eleva la voz aterciopelada y a la vez agreste e indomable de Laura Vital y la lleva en su barquilla de madera de uno a otro palo con un compás único y unas falsetas imposibles de las que sale con la suficiencia y la soltura que sólo poseen los genios de las seis cuerdas.

VER VÍDEO DE LA ACTUACIÓN: POR GUAJIRAS

sábado, 23 de abril de 2011

LAS BUENAS INTENCIONES.

EL VALOR
Del libro "Las buenas intenciones y otros cuentos" escritor por Ángel Zapata.

En un islote de Oceanía, un islote mezquino, pedregoso, dos
náufragos caminan por la playa, como dos cormoranes heridos.
Uno de ellos, Dámaso, es un hombre viejísimo, curtido como un
trozo de mojama, con una barba blanca poblada de crustáceos
que le muere en los pies, y una sombrilla mínima, hecha de
andrajos, con palitos unidos por hojas de palmera. El otro,
Roque, es un hombre de mediana edad, todavía fornido, que a
cada poco hace visera con la mano para mirar el horizonte azul.
Al llegar a un recodo de la playa, Dámaso alza la sombrilla,
como queriendo resguardar a Roque, y coloca una mano
temblona en el codo de su compañero:
—Roque, hijo ¿tú te acuerdas de las motocarros? —le dice.
—No. No me acuerdo.
—¿Y quieres que te explique cómo eran?
—No. Para qué.
—Pues para hablar de algo, Roque. ¿Tú no sabes que hablando
se hace el tiempo más corto?
Roque dirige al horizonte una mirada triste, casi acuciante, y
prefiere no contestar. El aire huele a sal y a dátiles maduros.
Debe ser cerca del mediodía porque el sol cae a plomo sobre la
playa. Allí, en la franja de arena donde se unen la tierra y el
agua, el mar deposita miles de letras rojas; letras lisas, de
piedra, talladas por el oleaje. Miles y miles. Un alfabeto
innumerable, como las dunas del desierto, que a veces forma
palabras simples, palabras como «Pepi», «bici», «Roma»,
«anís», y otras veces —los días de mar gruesa sobre todo— se
disgrega en rebaños versátiles, y deja escritos sobre la arena
mensajes apremiantes, misteriosos, mensajes que a cualquiera
le quitarían el sueño, o por lo menos la tranquilidad: «Ramiro, si
llegas antes de las cuatro le amansas la biela a Queipo. No te
vuelvas loco buscando los hurones, que están donde siempre».
Dámaso —que ha metido las piernas en el mar y se echa agua
por la nuca, con las dos manos—, desbarata el mensaje con la
punta del pie, muy despacio, según pisa la tierra firme. Luego
desclava de la arena su sombrilla andrajosa; y echa a andar en
dirección a Roque, que aún mira el horizonte inmóvil desde el
recodo de la playa.
—Roque, hijo —le dice desde lejos—; tú sólo hace tres meses
que has naufragado, y aún no puedes saber cómo se echa de
menos una buena motocarro en este islote. Sé que no quieres
que te lo diga, pero con una motocarro, Roque —por ponerte un
ejemplo—, ya no sería preciso que nos diéramos estas
caminatas todos los días, como dos cormoranes heridos, por
esta manía tuya de ir agrupando en montoncitos las letras
huérfanas, y de mirar el horizonte.
—¿Ha visto usted alguna letra huérfana?
—Ahí tienes unas cuantas —responde Dámaso. Y señala el
mensaje que acaba de borrar con disimulo.
Roque se agacha junto a las letras rojas, y de un solo vistazo
comprueba que están huérfanas. Después las va mirando una
por una, con ojo experto, y las deja dispuestas en un montón. Es
un montón armónico. Roque mira el montón con fijeza, lo mira
bajo el sol de mediodía, y cuanto más lo mira más armónico le
parece.
—Es un montón armónico ¿verdad? —le dice a Dámaso.
—Sí hijo. Es un montón armónico.
Y entonces Roque se derrumba. Se hunde del todo. Allí, perdido
hace tres meses en un islote desolado, ante un friso de rocas y
palmeras, con el mar a su espalda, siente que se le rompe el
corazón. Trata de impedirlo con todas sus fuerzas, pero al final
le vence el llanto. Llora con unas lágrimas tan duras, que al caer
en la playa forman hoyos hondísimos, hoyos inconfiables, casi
humanos, a los que no se ve el final.
—¡Venga, Roque, venga! —le dice Dámaso. Y le da palmaditas
en el hombro, con sus manos temblonas.
—¡Yo quería construir, señor Dámaso!
—Sí, hijo, sí.
—¿No lo ve usted? En estos montoncitos está la prueba. Yo era
un ingeniero recién titulado ¡Y quería construir!
—Venga, Roque, valor —le insiste Dámaso—. Hay que tener
valor antes que nada. Tener valor es lo primero. Y lo segundo,
perdona que vuelva a lo mío, es una motocarro, Roque. Sin una
buena motocarro, la vida del náufrago no es más que un cúmulo
de sinsabores, y lo mismo valdría para la vida de cualquiera.
—¡Por eso lloro, señor Dámaso!
—Naturalmente, hijo. Tú querías construir, ya lo sé. Y yo era
solo un mozalbete cuando me hice a la mar, porque necesitaba
ahorrar dinero para una buena motocarro. Ya me ves. Ya te ves.
Esto es la vida, Roque. Tú con tus montoncitos de letras
huérfanas. Y yo aquí, sin nada, con la barba poblada de
crustáceos, sin la ilusión siquiera de andar mirando el horizonte
azul... porque también eso se pierde. El azul, la ilusión, el
horizonte. Todo se va apagando con el tiempo. Ya lo verás.
—Caray, señor Dámaso, usted para dar ánimos se pinta solo.
—Yo te explico las cosas como son, Roque. Y por eso te decía
al principio que el valor es lo más importante.
—¡El valor!
—Eso es. La energía del carácter, Roque. De eso depende
todo... Y de una buena motocarro, naturalmente.
—¡Ya! —contesta Roque, con los últimos hipidos del llanto.
Luego Dámaso y Roque guardan silencio. Muy lejos, allí donde
termina el horizonte, se divisa una hilera de nubes gordas, nubes
audaces, nubes raudas, nubes mandonas y marisabidas, y un
grupito de nubes más pequeñas, detrás, llevándoles el equipaje.
El aire huele a líquenes desde hace un rato, y suena igual que
suenan los espejos cuando se rajan porque sí. Sentado junto al
viejo náufrago, en el recodo de la playa, leyendo las palabras un
poco repipis que ahora forman las letras del mar (palabras como
«néctar», «cornucopia», «topacio»), Roque, por un momento, se
siente en paz con casi todo. No exactamente consolado. Pero sí
en paz.
Piensa que para un hombre como él, que seguramente nació sin
bravura, esta paz que ahora siente porque sí —igual que luce el
sol del mediodía o se parte un espejo— es una forma de coraje.
Eso piensa. Vuelve a mirar sus montoncitos huérfanos,
armónicos, con una gratitud recién nacida. Y después mira a
Dámaso. Mira su piel amojamada, su sombrilla raquítica, hecha
de andrajos, y su barba poblada de crustáceos, que le muere en
los pies.
Entonces Roque tiene una idea.
Duda.
La idea insiste en su cabeza.
Vuelve a dudar.
Y así pasa un buen rato. ¿Cuánto rato? Mucho. Pasa un rato
larguísimo, a qué negarlo. El mar va y viene, y viene y va, con
esa tontería que tiene el mar de ir y venir. El caso es que el sol
ha empezado a picarles en la espalda, cuando Roque, por fin,
coloca una mano segura en el codo de su compañero:
—¿Yo a usted le serviría de motocarro? —le dice de repente.
—¡Hombre, Roque! Comprenderás que no es lo mismo.
—Ya. ¿Pero le serviría o no?
—Pues sí. Claro que sí. Me servirías de mil amores, desde
luego.
—Bueno. Pues vamos a probarlo, venga.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Y tú vas a saber petardear, como petardeaban las
motocarros?
—Puede.
—¿Y vas a ser capaz de tomar las curvas como si fueras a
desguazarte?
—Pues igual sí,
—Roque.
—Dígame usted, señor Dámaso.
—¿Tú te acuerdas de que las motocarros tenían hocico? Así: un
hociquillo puntiagudo, mírame, igual que los ratones.
—Vale. Yo pongo hocico de motocarro. Usted no se preocupe.
—Roque.
—¿Sí?
—Nada, hijo. Eso. Que muchas gracias.
—No se merecen, señor Dámaso —le dice Roque. Y se agacha
un poco, delante de él, a fin de que pueda montarse en su
espalda.
Temblando de emoción, bajo el sol débil de la tarde, Dámaso se
agarra como un jabato a los hombros fornidos de Roque, y cruza
las piernas huesudas por delante de sus caderas.
Enfrente de los dos se ve el islote, el verde opaco de las
palmeras, la piedra inhóspita y pelada, y detrás se ve el mar
infatigable, yendo y viniendo, con sus mensajes caprichosos, sus
letras huérfanas, su horizonte ilegible y vacío. Eso es todo lo que
se ve. Y eso que se ve, es todo.
—Por mí, cuando tú quieras —dice Dámaso.
Y Roque pone hocico de motocarro.
Arranca.
Petardea.
Entra botando en la primera curva, como si fuera a desguazarse.

viernes, 18 de marzo de 2011

SI ME MUERO ANTES QUE TÚ

Si me muero antes que tú,
no me montes un velorio,
diles que ya no recibo,
que estoy ausente del todo,
que no me encontraba bien,
que me canso, que me agobio.

Si me muero antes que tú
no me llores como sabes
ponme el traje gris marengo
el pañuelo de lunares
el sombrero de ala ancha
y perfumes de azahares
y dame una vueltecita
por mis tabernas y bares
que nos digan al pasar
¡Viva el muerto y sus andares!

Si me muero antes que tú
no quiero salmos ni rezos
que me canten por Gardel
por Sabina, por Rosendo
por el Loco, Camarón,
Chano Lobato o Cepero,
contrátame unos Mariachis
que canten por Jose Alfredo
para seguir siendo el rey
con dinero o sin dinero.

Si me muero antes que tú,
no me busques en el cielo
ni en paraísos lejanos
ni tampoco en el averno.
Búscame por callejones,
por tascas de medio pelo
por patios llenos de luz
rebosantes de misterio
allí encontrarás mi alma
entre aromas de romero.

Si me muero antes que tú,
lo sentiré compañero
pero, qué le voy ha hacer
si yo soy chirigotero
si no sé hablar de la vida
y ponerme a la vez serio
si no sé hablar de la muerte
y resucitar al muerto.




martes, 22 de febrero de 2011

LA CERA QUE ARDE

Vivo condenado al equilibrio inestable
y la conciencia implacable,
una de dos, inocente o culpable.

Soy prisionero de mis propios alardes
de la herida incurable
que es la ocasión
que aún está por llegarme.

Nunca fuí tan fiero que los perros me ladren
y aunque esquivo de amarre
tengo algo más, algo muy importante,
es mi tesoro, es la prueba palpable
cuando llamo y me abres,
cuando te vas y yo puedo quedarme.

Soy más sincero que un reguero de sangre
que el sabor a vinagre,
por lo demás, ni pequeño ni grande.

Y lo que espero desde aquí en adelante,
es que el cuerpo me aguante,
que no haya más,
que la cera que arde.

Rosendo Mercado.



lunes, 14 de febrero de 2011

YO TAMBIÉN SÉ JUGARME LA BOCA


Era el pez con mejores caderas
del mar de la moda,
se dejaba achuchar por cualquiera
(incluyéndome a mí),
sus palabras decían de memoria
lo que dicen todas,
sus pupilas contaban historias
para no dormir.

Yo era el último mono, un innoble
mirón solitario,
en las bodas algún pasodoble,
de suelto... ni hablar.
El perfume tabú de Chanel
y el cubata de Larios
no acostumbran buscarse un motel
cuando cierran el bar.

Porque siempre hubo clases y yo
soy el hombre invisible
que una noche soñó un imposible
parecido al amor.

Porque el mundo es injusto, chaval,
pero si me provocan
yo también sé jugarme la boca,
yo también sé besar.

Compartimos la misma toalla,
distintos sudores,
todavía quedan islas con playas
color azafrán.
Fui su medio limón, su chéri,
su peor latin lover,
su lección de español, su desliz,
su comme ci, su comme ça.

Pero un día retiraron las mesas
y... hasta otro verano.
Las mejores promesas son esas
que no hay que cumplir
y... "viajeros al tren, que nos vamos",
me dijo un milano,
"flaco, pórtate bien, au revoir,
buena suerte en París".

Porque siempre hubo clases y yo
no doy bien de marido.
Otra vez a perder un partido,
sin tocar el balón.

Porque el mundo es injusto, chaval,
pero si me provocan
yo también sé jugarme la boca,
qué te voy a contar.

Letra: Joaquín Sabina.

martes, 8 de febrero de 2011

EL INFIERNO DE TU AUSENCIA

A trabajos forzados me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.

No concibe mi alma mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.

No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.

Que ningún juez, declare mi inocencia,
porque, en este proceso a largo plazo,
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.

Poema escrito por Antonio Gala interpretado agónicamente por la oscura lucidez de Antonio Vega.



viernes, 14 de enero de 2011

DÓNDE ESTÁS

El frío boulevard se extiende a mi paso,
bajo mis piés,
un manto minado de hojas secas
acompaña mi destino.
Cada madrugada el regreso se hace más duro,
los anhelos cada vez cuesta más mitigarlos,
nicotina, humo, alcohol.
Jamás bebí para olvidar,
lo confieso,
por eso recuerdo cada amargo despertar,
cada transitar por aquellas avenidas,
apagadas, mudas, inhertes,
a esas horas canallas en las que cada paso,
supone esquivar un nuevo precipicio,
arde la garganta, tiembla la mano
y escuchas el crepitar
de las hojas secas caídas bajo tus piés
en la cruda y dura soledad
de otra noche más perdida.