sábado, 23 de abril de 2011

LAS BUENAS INTENCIONES.

EL VALOR
Del libro "Las buenas intenciones y otros cuentos" escritor por Ángel Zapata.

En un islote de Oceanía, un islote mezquino, pedregoso, dos
náufragos caminan por la playa, como dos cormoranes heridos.
Uno de ellos, Dámaso, es un hombre viejísimo, curtido como un
trozo de mojama, con una barba blanca poblada de crustáceos
que le muere en los pies, y una sombrilla mínima, hecha de
andrajos, con palitos unidos por hojas de palmera. El otro,
Roque, es un hombre de mediana edad, todavía fornido, que a
cada poco hace visera con la mano para mirar el horizonte azul.
Al llegar a un recodo de la playa, Dámaso alza la sombrilla,
como queriendo resguardar a Roque, y coloca una mano
temblona en el codo de su compañero:
—Roque, hijo ¿tú te acuerdas de las motocarros? —le dice.
—No. No me acuerdo.
—¿Y quieres que te explique cómo eran?
—No. Para qué.
—Pues para hablar de algo, Roque. ¿Tú no sabes que hablando
se hace el tiempo más corto?
Roque dirige al horizonte una mirada triste, casi acuciante, y
prefiere no contestar. El aire huele a sal y a dátiles maduros.
Debe ser cerca del mediodía porque el sol cae a plomo sobre la
playa. Allí, en la franja de arena donde se unen la tierra y el
agua, el mar deposita miles de letras rojas; letras lisas, de
piedra, talladas por el oleaje. Miles y miles. Un alfabeto
innumerable, como las dunas del desierto, que a veces forma
palabras simples, palabras como «Pepi», «bici», «Roma»,
«anís», y otras veces —los días de mar gruesa sobre todo— se
disgrega en rebaños versátiles, y deja escritos sobre la arena
mensajes apremiantes, misteriosos, mensajes que a cualquiera
le quitarían el sueño, o por lo menos la tranquilidad: «Ramiro, si
llegas antes de las cuatro le amansas la biela a Queipo. No te
vuelvas loco buscando los hurones, que están donde siempre».
Dámaso —que ha metido las piernas en el mar y se echa agua
por la nuca, con las dos manos—, desbarata el mensaje con la
punta del pie, muy despacio, según pisa la tierra firme. Luego
desclava de la arena su sombrilla andrajosa; y echa a andar en
dirección a Roque, que aún mira el horizonte inmóvil desde el
recodo de la playa.
—Roque, hijo —le dice desde lejos—; tú sólo hace tres meses
que has naufragado, y aún no puedes saber cómo se echa de
menos una buena motocarro en este islote. Sé que no quieres
que te lo diga, pero con una motocarro, Roque —por ponerte un
ejemplo—, ya no sería preciso que nos diéramos estas
caminatas todos los días, como dos cormoranes heridos, por
esta manía tuya de ir agrupando en montoncitos las letras
huérfanas, y de mirar el horizonte.
—¿Ha visto usted alguna letra huérfana?
—Ahí tienes unas cuantas —responde Dámaso. Y señala el
mensaje que acaba de borrar con disimulo.
Roque se agacha junto a las letras rojas, y de un solo vistazo
comprueba que están huérfanas. Después las va mirando una
por una, con ojo experto, y las deja dispuestas en un montón. Es
un montón armónico. Roque mira el montón con fijeza, lo mira
bajo el sol de mediodía, y cuanto más lo mira más armónico le
parece.
—Es un montón armónico ¿verdad? —le dice a Dámaso.
—Sí hijo. Es un montón armónico.
Y entonces Roque se derrumba. Se hunde del todo. Allí, perdido
hace tres meses en un islote desolado, ante un friso de rocas y
palmeras, con el mar a su espalda, siente que se le rompe el
corazón. Trata de impedirlo con todas sus fuerzas, pero al final
le vence el llanto. Llora con unas lágrimas tan duras, que al caer
en la playa forman hoyos hondísimos, hoyos inconfiables, casi
humanos, a los que no se ve el final.
—¡Venga, Roque, venga! —le dice Dámaso. Y le da palmaditas
en el hombro, con sus manos temblonas.
—¡Yo quería construir, señor Dámaso!
—Sí, hijo, sí.
—¿No lo ve usted? En estos montoncitos está la prueba. Yo era
un ingeniero recién titulado ¡Y quería construir!
—Venga, Roque, valor —le insiste Dámaso—. Hay que tener
valor antes que nada. Tener valor es lo primero. Y lo segundo,
perdona que vuelva a lo mío, es una motocarro, Roque. Sin una
buena motocarro, la vida del náufrago no es más que un cúmulo
de sinsabores, y lo mismo valdría para la vida de cualquiera.
—¡Por eso lloro, señor Dámaso!
—Naturalmente, hijo. Tú querías construir, ya lo sé. Y yo era
solo un mozalbete cuando me hice a la mar, porque necesitaba
ahorrar dinero para una buena motocarro. Ya me ves. Ya te ves.
Esto es la vida, Roque. Tú con tus montoncitos de letras
huérfanas. Y yo aquí, sin nada, con la barba poblada de
crustáceos, sin la ilusión siquiera de andar mirando el horizonte
azul... porque también eso se pierde. El azul, la ilusión, el
horizonte. Todo se va apagando con el tiempo. Ya lo verás.
—Caray, señor Dámaso, usted para dar ánimos se pinta solo.
—Yo te explico las cosas como son, Roque. Y por eso te decía
al principio que el valor es lo más importante.
—¡El valor!
—Eso es. La energía del carácter, Roque. De eso depende
todo... Y de una buena motocarro, naturalmente.
—¡Ya! —contesta Roque, con los últimos hipidos del llanto.
Luego Dámaso y Roque guardan silencio. Muy lejos, allí donde
termina el horizonte, se divisa una hilera de nubes gordas, nubes
audaces, nubes raudas, nubes mandonas y marisabidas, y un
grupito de nubes más pequeñas, detrás, llevándoles el equipaje.
El aire huele a líquenes desde hace un rato, y suena igual que
suenan los espejos cuando se rajan porque sí. Sentado junto al
viejo náufrago, en el recodo de la playa, leyendo las palabras un
poco repipis que ahora forman las letras del mar (palabras como
«néctar», «cornucopia», «topacio»), Roque, por un momento, se
siente en paz con casi todo. No exactamente consolado. Pero sí
en paz.
Piensa que para un hombre como él, que seguramente nació sin
bravura, esta paz que ahora siente porque sí —igual que luce el
sol del mediodía o se parte un espejo— es una forma de coraje.
Eso piensa. Vuelve a mirar sus montoncitos huérfanos,
armónicos, con una gratitud recién nacida. Y después mira a
Dámaso. Mira su piel amojamada, su sombrilla raquítica, hecha
de andrajos, y su barba poblada de crustáceos, que le muere en
los pies.
Entonces Roque tiene una idea.
Duda.
La idea insiste en su cabeza.
Vuelve a dudar.
Y así pasa un buen rato. ¿Cuánto rato? Mucho. Pasa un rato
larguísimo, a qué negarlo. El mar va y viene, y viene y va, con
esa tontería que tiene el mar de ir y venir. El caso es que el sol
ha empezado a picarles en la espalda, cuando Roque, por fin,
coloca una mano segura en el codo de su compañero:
—¿Yo a usted le serviría de motocarro? —le dice de repente.
—¡Hombre, Roque! Comprenderás que no es lo mismo.
—Ya. ¿Pero le serviría o no?
—Pues sí. Claro que sí. Me servirías de mil amores, desde
luego.
—Bueno. Pues vamos a probarlo, venga.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Y tú vas a saber petardear, como petardeaban las
motocarros?
—Puede.
—¿Y vas a ser capaz de tomar las curvas como si fueras a
desguazarte?
—Pues igual sí,
—Roque.
—Dígame usted, señor Dámaso.
—¿Tú te acuerdas de que las motocarros tenían hocico? Así: un
hociquillo puntiagudo, mírame, igual que los ratones.
—Vale. Yo pongo hocico de motocarro. Usted no se preocupe.
—Roque.
—¿Sí?
—Nada, hijo. Eso. Que muchas gracias.
—No se merecen, señor Dámaso —le dice Roque. Y se agacha
un poco, delante de él, a fin de que pueda montarse en su
espalda.
Temblando de emoción, bajo el sol débil de la tarde, Dámaso se
agarra como un jabato a los hombros fornidos de Roque, y cruza
las piernas huesudas por delante de sus caderas.
Enfrente de los dos se ve el islote, el verde opaco de las
palmeras, la piedra inhóspita y pelada, y detrás se ve el mar
infatigable, yendo y viniendo, con sus mensajes caprichosos, sus
letras huérfanas, su horizonte ilegible y vacío. Eso es todo lo que
se ve. Y eso que se ve, es todo.
—Por mí, cuando tú quieras —dice Dámaso.
Y Roque pone hocico de motocarro.
Arranca.
Petardea.
Entra botando en la primera curva, como si fuera a desguazarse.