La guitarra, compañera y amiga, juega con punteos imposibles que nos transportan en leves segundos a otro estado terrenal, ése donde habitan los duendes del flamenco, como queriendo hacer olvidar la pena negra que corroe las entrañas de su cantaor, que no es capaz de abstraerse de su pesadumbre y comienza a entonar las notas de una seguiriya tan desgarradora y dramática que logra que todo el que la escucha, se apiade al momento de su malfario y se compadezca del tormento y la amargura que le acompañan “hasta en el andar” como si fueran las de uno mismo.
Es sólo al final de la pieza, cuando por fin parece expulsar de sus adentros toda esa desgracia y esa angustia que le tenían atormentado porque “ tó los pasos que palante daba, le venían para atrás”. Tras otro paseo genial de la mano de la sonanta , el cantaor jerezano, levanta los ojos del suelo para clavarlos ahora sí en el horizonte de la sala y con sus manos ya abiertas, tensadas y levemente proyectadas al cielo, con una rabia poderosa y contenida, se deshace de su tortura lánzandola con un último quejío hacia el infinito y a su vez liberando a un público que con el corazón acongojado por el cante de Jesús Méndez y un nudo en la garganta por sus desdichas, rompe en aplausos hacia un cantaor roto de arte y compás, que se retira de espaldas al público para colocarse tras su silla y agradecer la majestuosa interpretación de su guitarrista Manuel Valencia.
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Gran artículo para un pedazo de cantaor
ResponderEliminarEstás de un culto que pa qué
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